LIBRO LA RAIZ DEL SOL
AUTOR TEMPOALENSE: RUBEN VELAZQUEZ MARTINEZ
EDITORIAL: OVEJA NEGRA (Colombia).
La raíz
del sol es una novela en la que se reconstruye la memoria del siglo xix
ofreciéndonos una visión tragicómica de la política mexicana. Como un meteoro
deslumbrante veremos dos fusilamientos de sangre real: el de Agustín I y el de
Maximiliano de Austria y en el intersticio el amor desaforado del coronel
Rafael Platón Sánchez.
En esta
novela, querido lector, examinarás desde adentro la creciente corrupción que ha
asolado por siglos a nuestra patria, la guerra y el amor. Solo espero que
disfrutes el esfuerzo de siete años de trabajo de investigación y creación
literaria. La novela es tuya, disfrútala.
CAPITULO I El Diluvio en El Capadero
No había una sola gota de luz ni se movía una palma. Todo estaba en reposo. Llegada la medianoche el aroma de un vaho caliente comenzó a subir de la tierra y el viento silbó triste, como esos quejidos que no encuentran paz en ningún lado. En el alba, como fiera rabiosa el aire rascaba sin piedad las rendijas y crujían los cimientos y parecía que de un momento a otro los muros de la Hacienda del Capadero se vendrían abajo. Era tan poderosa su virulencia que sus moradores no dudaron en creer que esto era obra del demonio; él era, decían, quien dejaba caer una y otra vez culebras de agua sobre las chozas de barro y palma real. Los mismos árboles, que ya estaban bien enraizados con la querencia, eran arrancados de cuajo y echados a volar como rehiletes, dejando tan solo de recuerdo enormes embudos en el suelo.
Tres días antes de que cayera la tromba, a la hacienda arribó una marabunta proveniente de muy lejos: entró a la capilla como ejército mariguano, minando cirios y misales, carcomiendo a la Virgen del Rosario, a cuya custodia habían quedado las urnas de los hombres venidos de ultramar, y una vez encontrados los santos huesos dieron cuenta de ellos con una rapidez inusitada. Después de horas de saqueo, y contra todo sentido común, las hormigas se quedaron en aquella tierra providencial. De extremo a extremo las temibles tepehuas, cuapoyoles, cahuascas, y hasta las simples arrieras, tutuches y negras azucareras, troncharon árboles, mordisquearon granos y semillas del almacén, flagelando chozas, caballerizas y cocinas. En un parpadeo, las hormigas se desparramaron por todos los rincones de la hacienda sin que nadie se turbara o se atemorizara por el daño. Ni el caporal ni los peones pensaron que aquellas minucias pudieran socavar el orden cósmico. Frente a la desdicha de aquellos días, los huastecos se convencían de que el rezo era señal de vida y la resignación un arma cuyo tiro infalible evitaba muchas dificultades.
—¡Y qué se le va hacer, compa!
—Le digo, es que no hay de otra.
La única que recordó a las mujeres su condición de mal nacidas, en una de esas tardes en que acudían al río a despiojar a sus críos con un peine viejo o con la ayuda de sus toscas uñas, fue Gertrudis. Miró a su alrededor: el lugar era amplio y despejado, los últimos rayos del sol acompañaban el zarandeo de hilachos en el agua y su posterior golpeteo sobre piedras negras y alargadas como bolas de toro. Demacrada y de manos ya no tan finas, la blancura de la criolla Gertrudis contrastaba con las indias de rostros chupados y pálidos que pululaban en la hacienda. Estaba indigesta y a duras penas podía contener la furia; hizo un suave respiro y oró para sus adentros: «Santa Martha Dominadora, vence mis dificultades. Tú que a las fieras bravas espantaste, con tus cintas las ataste y con tu hisopo las amansaste, santa Martha, escúchame…». Se echó agua en el rostro. Por primera vez no logró decir completa la oración. Se palpó el vientre salpicado de estrías, trastabilló para levantarse debido al bamboleo de las aguas y con sus casi ocho meses de embarazo subió a una piedra y desde ahí arengó:
—¡No sé cómo pueden aguantar tantísimo animalero! Por las noches no se puede ni dormir; es una rascadera del demonio y ustedes como si nada, y nuestros hombres peor: a ellos qué les importan nuestras dolencias secretas. Y me agarro aquí para que luego no digan: «No entendí, Tula». ¡No, no se me espanten! Ustedes saben muy bien que un pinche animal furioso metido bajo las enaguas causa más daño que la vergüenza.
Al día siguiente, los hombres, que habían considerado todo como un desvarío de las viejas argüenderas, resolvieron destruir a esos manifiestos del demonio en su propia casa. Sin embargo, la especie respondió peor que un colonialista ofendido por leyes de expropiación. Un bando atacó con cal y axihuatl, pero el otro hurgó en los calzones y mordisqueó los pelambres de la santa intimidad, de modo que pasada una hora las mujeres huían de ahí como alma que lleva el diablo, preguntándose si esas malditas acciones no serían un encantamiento causado por duendes, tepas o algún nahual de la región. Sandalio Sequera Reboreda, mal llamado Hijo de Siete Madres, las vio pasar a campo traviesa, llorando a moco tendido y rogando a San Martín Caballero, protector de los mendigos, o a san Carlomagno, vencedor de los sarracenos, las liberara de tan infausta circunstancia. Circunspecto como siempre, apenas volteó a verlas, siguió tejiendo su morral de zapupe, ensartando la aguja de arras con perfecta certeza en cada agujero. El sudor que escurría sobre su bigote de mosca lo secó con el dorso de la mano, y si movió la cabeza a los lados fue únicamente para sentenciar filosófico:
—¡Gente bruta, esos animales son como la maldad; si nada más se les torea, más se enraízan!
Los pequeños animales estaban diezmando la silente voluntad del peonaje, por lo que el caporal se vio obligado a entregarles un remedio y darles valor para enfrentar el castigo divino:
—Nadie sabe por qué, pero todos sabemos que después de la medianoche el animalero busca los tenates, ¿verdad? Bueno, pues cuando eso ocurra, tomarán venganza. Rasquen sus partes con rencor pero no se engolosinen, y cuando sientan que están como agua para chocolate, se vacían ahí medio topo de aguardiente; seguramente verán al diablo, pero de eso se trata, que se manifieste. Por eso mismo rezarán cien veces: «Purísima Virgen María, madre de misericordia, bien conoces como el demonio trabaja, defiéndeme de su tirana crueldad. Amén». ¡Eso sí, con fe!, porque a medios chiles la cura no resulta.
Los barruntes de tormenta eran el pan de cada día. Pronto los campos, que ya olían a tierra mojada, se llenaron de niguas, garrapatas, pinolillos y gusanos chichahues. Y casi enseguida se habría de formar una inusual nube mastodóntica de color hierro, cuya única manifestación atemorizante, por el momento, serían pálidos reflejos amarillentos y gruñidos tenues y lejanos. En medio de aquel silencio tan vivo aparecería en el milcahual la Virgen de la Guácima; en ese momento todos creyeron, presos de alborozo febril, que las desgracias habían finalizado. Pero el portento de nube recién formado saltó en pedazos y del vientre del monstruo estalló un gran número de serpientes luminosas; los estruendos aterraron el corazón de la peonada, y sus perros, creyendo que había llegado el fin de todos los tiempos, huyeron rumbo al camposanto, atraídos por ese olor a chiles encurtidos que guardan las tumbas arcaicas y olvidadas.
El huracán, proveniente del Golfo de México, azotaba el norte veracruzano a las 5:17 minutos de la madrugada, en 1831, Año del Señor. Chimino, que era el peón más viejo y más sabio de la hacienda, resolvió a su manera el asunto del ciclón:
—No se inquieten. Como dijo el Nazareno: «Más se perdió en el diluvio y todo era ajeno».
Por desgracia sus palabras llegaron a oídos del amo, quien en uso de sus facultades omnímodas, lo castigó de un fuetazo tan fuerte que, pese a tener la espalda correosa como cuero de vaca, cayó al suelo casi fulminado.
—¡Carajo, no aprendes!, mientras más viejo, más pendejo.
Chimino no tuvo nada que decir, se enderezó sin mirar a nadie, y solo cuando tuvo la certeza de estar solo lloró riendo, sin alboroto, con jadeos, como un perro con tos.
Con tres días de intensa lluvia, el caporal ordenó a los niños de la hacienda que suspendieran sus faenas. La tendencia innata al juego había estado siempre mutilada, por lo que, incapaces de resistir tanta bondad, echaron a correr bajo el aguacero, con terrible ansiedad y orgullo, montando briosos caballos hechos de guácima o palosol. Allá iban, penosamente alegres, cabalgando encuerados, saludando con sus dientes de jilote al diluvio que llegaba. Las chorreras recién formadas les sirvieron para nadar, subiendo y bajando con las nalguitas que chocaban en las piedras, otros aleteaban, zurdiendo o flotando de a muertito. No faltó la voz previsora que el espíritu del juego infantil no quiso atender:
—¡Desapendéjense, escuincles babosos, no sea la de malas y los vaigan a traer con el culo lleno de agua!
Cuando siete de ellos fueron encontrados en el establo con los ojos saltones, las panzas esponjadas, los pelos desgreñados y verdosos debido a la boñiga, la lluvia fue percibida de otra manera.
Los días fueron registrados por la memoria colectiva, según las catástrofes que iban ocurriendo. El cuarto día de lluvia llegó como rocas cayendo en pendiente: desapareció el canto de los grillos y un penetrante olor a serpiente se percibió a la distancia, tan exacto que las mujeres dejaron de tener relaciones con sus hombres, pues era bien sabido que el olor a semen las atrae con la misma energía que cincuenta novicias a un obispo de espíritu exaltado. Los sapos hicieron de las lagunas sus refugios amatorios, y como era imposible dormir con tantísimo ruido sicalíptico, los peones optaron por taparse los oídos con resina que la chaca entrega a carne viva. El quinto día de lluvias sorprendió a los gallos hechos bola, con el pico metido entre las plumas, haciendo esfuerzos por abrir un ojo si oían alguna voz bajísima en dirección al río.
—¡Chincua tinantli! —dijo el caporal, y despabiló los ojos, pero no abandonó la hamaca donde se recostaba. Los mugidos de las vacas eran la viva expresión del sufrimiento de las vidas en naufragio. Con un suspiro externó lo absurdo de oponerse al llamado del destino.
Cuando el sexto día envejeció, el edén huasteco ya estaba estrangulado. Chefo Azuara, gran vigilante de la vida y obra de la hacienda, y considerado por su lealtad perruna como el huelepedos mayor de su patrón, terminó por convertirse en un fantasma. No pudo superar el horror de ver a los peones convertidos en gatos funámbulos sobre los cucuruchos de las chozas, por lo que dio cuenta de los hechos mordiéndose las uñas, transparente y realmente compungido:
—Ni implorando la Magnífica pudimos sacar de las aguas a esos pobres. Viera, patrón, qué de gritos iban dando. Seguro esos ya están en el reino del ahogado.
—Se ahoga el que es pendejo, mijo. Además, la pobreza no existe, solo es un estado de ánimo. El que no tenga dinero que ponga su culo por candelero y chíngome yo si no sale de jodido.
La risa del patrón atravesó las paredes y se la llevó el viento. Las mujeres se santiguaron, suspendieron un momento el trajín en la cocina y estiraron la cabeza metiendo los ojos a través de los portillos, pero nada vieron. Solo escucharon a dos estrellas de plata espolear los guijarros de un corredor que antes del diluvio había sido sitio de buganvilias y geranios y hoy resguardo de insectos y agua puerca. Una voz casi perdida escurrió de los hervores del nishcón:
—Pobrecito del amo, anda ansina dende que se le metió el chincual. Antes no era así.
—¿Puede, tú?
Era verdad: nadie recordaba en la región algún daño parecido, los remolinos de agua chocaban en el aire unos contra otros, para morir y resucitar al instante, zumbando con más barbarie que al inicio. Todo en la hacienda era una insurrección violenta, excepto su gente que, confiando en Dios y en el amo, esperaban pacientemente un milagro que pusiera fin a aquel infierno de agua.
El caballo blanco con barbas de oro, el cerro mutilado y los disparos hechos por un pelotón de fusilamiento fueron los presagios más nítidos que don Rafael Platón jamás hubo recibido. Había tanta verdad en ese sueño, que despertó convencido que algo tenía que hacer para rescatar la hacienda.
—Es un aviso de Dios —concluyó.
Era un iturbidista de casta, heredero de la terquedad española y poseedor de una sorprendente capacidad para llegar a destiempo a sus citas con el destino. Siete años antes del diluvio, su admirado Agustín de Iturbide volvía de Europa y desembarcaba en las costas tamaulipecas, patrióticamente convencido de haber sido víctima de las traiciones de un congreso mexicano vacío de Dios y hambriento de poder y dinero. Don Rafael fue tras él, llevando consigo una treintena de peones armados con guaparras, güíngaros, cuatro mosquetones y dos trabucos disparados por su abuelo el 13 de mayo de 1752, intentando aquietar el poder maligno del eclipse de sol de aquel día. Vestido de blanco inmaculado y con una barba negra y abundante como panal de avispas, salió del vergel cabalgando con el mismo ritmo con que silbaba un huapango de moda, con la sola preocupación de ponerse a las órdenes del emperador Agustín I, único hombre predestinado por el cielo para restablecer la monarquía, el orden y el progreso que la masonería liberal había arrollado. Pero al llegar a Soto la Marina, la mala fortuna trastocó los planes de Iturbide; un sudor helado perló su frente. Todo era movimiento en la cubierta del bergantín inglés Spring. A la luna le sobró tiempo para iluminar la figura enflaquecida del Dragón de Fierro, a la servidumbre descargando herrajes, a la esposa embarazada que mataba zancudos con su abanico italiano y a un negro vestido de librea roja oscura y cuello blanco que imperturbable al caos acunaba en brazos a los dos hijos del libertador, salmodiando una versión caribe muy primitiva en honor a Shangó y Yemayá.
De nada sirvió el sigilo. A poco de haber desembarcado, la guardia republicana le echó el guante. De buen modo y sonriendo de oreja a oreja, el malogrado emperador no opuso resistencia, tal vez porque hasta ese momento desconocía que el congreso mexicano lo había declarado traidor, fuera de la ley y enemigo público del Estado, o tal vez porque confiaba en convencer a sus detractores de que la única intención de su retorno era para defender a la nación mexicana de los futuros saqueos que preparaban las casas reales de Europa y no en recuperar la corona como había corrido el rumor en el país.
Don Rafael Platón, enterado de la aprehensión, se retiró con la derrota a grupas, mentando madres a la república y a la chuquía hedionda a cangrejo y a pelícanos muertos regados en la costa. Sin embargo, no bajó la guardia; había luchado contra piratas en el mar y matado a indios en tierra firme, por lo que aquellos políticos de pacotilla no serían impedimento para su autoridad. Persuadido de su dignidad suprema se dirigió a la guarnición de Padilla, donde los congresistas del estado, entre dimes y diretes, discutían la resolución federal que ponía en picota al Dragón de Fierro. Finalmente los diputados, con toda la pena del mundo y con el debido respeto que merecía tan preclaro hombre, decidieron fusilarlo. De este modo el pueblecillo fantasma, con más vacas y cabras que pobladores, fue identificado en la cartografía nacional y volcado a la fama efímera gracias a que fue testigo del fin de un hombre que inició como soldado del rey, fue terror de los insurgentes, amadísimo héroe de la Iglesia, padre de la consumación de la Independencia mexicana y gloria imperial de la América Septentrional.
A un cuarto de legua de Padilla, don Rafael avistó las primeras chozas y ordenó hacer un breve alto; agitó el sombrero, refregó el pañuelo en su pecho peludo y volvió a picar ijares. A la izquierda del cementerio, entrando por la plaza, justo enfrente de la puerta, vio el nombre de Agustín en un tablón: la tumba solitaria bordeada de plumbagos y el sol cayendo a plomo proveían una atmósfera hipnótica. Don Rafael lanzó por los aires un violento escupitajo.
—Excelencia, con su muerte esos cabrones nos tienen hasta donde mi abuelo cargó el hacha —dijo y resopló jarioso—. Pero no es para siempre; si algo sé de nuestros gobernantes, es su infalibilidad para producir nuevas pendejadas. No tardarán en cagarla y entonces irá la nuestra.
Los tordos vieron a un hombre apearse, con bridas en mano, mirada fija en la tumba y ese aire de quien cree tener un poder ilimitado.
—Que Dios Nuestro Señor y la Santísima Virgen de Guadalupe, en testimonio sacro de su altísima bondad, exprima el saco de purulencias jacobinas; a mi entender, génesis de todos los males que nos asuelan, y que con toda derechura y honradez reconozcan al verdadero padre de la nación mexicana.
Enseguida se santiguó, y sin necesidad de girar órdenes, la peonada, como un solo hombre, arrastró las carretas hacia el río Purificación, donde llenaron guajes y barricas, apretaron caronas y revisaron los cascos de las bestias con una sola preocupación: alejarse lo más pronto de aquel yermo soporífero. Sin saber lo que le esperaba, don Rafael, seguido de una nube de polvo y de una aura de héroe justiciero, se fue cantando al trote del caballo versos acompañados de morbosos movimientos con las manos: «La mujer es una pera/ que en el árbol está dura:/ cuando se cae de madura,/ la coge el que no la espera/ y goza de su hermosura». Con una energía apabullante y sin sentir algún cargo de conciencia, se burló de todo desdichado que encontraba en los caminos. A una patrulla republicana acantonada en la cuesta de Llera, sin saber quiénes eran, les gritó con toda su alma:
—¡Jojupa! ¡Dejen de estar de güevones indios bolas agrias, pónganse a chambear! ¡Ora tú, indio cara de pedo, qué me ves! ¿Soy o me parezco?
Cuando la patrulla le marcó el alto, se mordió el labio inferior. Un hombre de rostro feraz, carcomido por el sol y de un humor insoportable, le exigió el permiso para circular con armas por territorio nacional. Los ojos del oficial eran de víbora, pero don Rafael no se dejó amedrentar: lo pulsó de la muñeca con la garra masónica que la maestría reconoce como tal y abrió los brazos con gestos de irreprochable cortesía, soltándose a hablar con tal artificio y diligencia que la soldadesca, hechizada por tan exquisito encantamiento, guardó silencio para no perder el hilo de su vasta y exquisita poesía:
—¡Soldados amigos! ¡Qué digo amigos, hermanos! Soy jarocho y soy moreno, y ustedes jaibos y trigueños. Sépanlo: en política no hay espacios vacíos, menos en un país con hambre de justicia; un país donde la vida es y ha sido una pendejada y lo demás es puritita consecuencia de lo mismo. Reconozco que hay profundas desigualdades y numerosas víctimas en esta lucha que afronta nuestra milicia contra el crimen organizado. Pero al final ustedes, nosotros, los del pueblo, siempre seremos uno, mientras que ellos siempre serán nada. ¡Traidor no soy! Sépase que desde mi humilde trinchera he luchado por la democracia, la justicia social y la renovación moral. Me cago en la leche y en la puta hostia si descanso y no logro ver libre de yugos a los sátrapas, a los olvidados, a los sin rostro; a mi raza de sangre, a los más humildes, a los más pobres, a los sin esperanza. ¡Democracia o muerte, vivan las dos huastecas!
El júbilo estalló y en el curso se armó el fandango, y fue sin duda el mezcal el que estableció un vínculo más fuerte que la sangre y que la patria. Y les dijo que sí, que efectivamente, que su interés por ver al caudillo obedecía estrictamente para cobrar una deuda añeja que había tenido guardadita durante siete años, «¡Pero voto al diablo, creo que se me adelantaron!». Sus palabras, aquellos gestos llenos de picardía y los reales de plata circulando oportunamente entre los oficiales republicanos, ganaron confianza y aprecio, haciendo constar ante Dios y ante los hombres que todos podían forjar una nación más justa y más igualitaria si se establecían las condiciones apropiadas. Al día siguiente, y con la resaca a cuestas, se dijeron adiós entre abrazos y promesas de volverse a encontrar. Don Rafael montó el caballo, estiró las piernas y los brazos, y convulsionado en un rictus de desprecio estalló en un bostezo de animal prehistórico. Sus gritillos escampados, agudos e intensos fueron festejados, entre risas, como una bocanada de inocencia y libertad. Antes de picar ijares, volvió a retomar la palabra, disculpándose por ser tan reiterativo. Apiñados en el terraplén, todos eran uno: lanzas, bayonetas, mulas, peones, burros, soldados; un silencio casi sepulcral se guardó ante el relumbre de una voz que daba gusto oírla:
—¡Mexicanos! Os recomiendo amor a la patria y observancia a nuestra sacrosanta religión: es ella quien os ha de conducir a la gloria. Y recuerden: nunca es malo lo que el tiempo ofrece.
Una cerrada ovación hizo volar aplausos, gritos estruendosos, disparos y sombreros, tanto redondos como planos y grandes como tortillas gigantescas. Nadie supo que esas palabras habían sido escritas en prisión por el desaforado emperador antes de que fuera fusilado, y que don Rafael, sumiso y respetuoso, las había plagiado gracias a dos reales con los que sobornó al escribano del Congreso del Estado, que había sido habilitado en sesión extraordinaria para el caso.
Cinco años después de ese viaje, y coincidentemente también en julio, don Rafael Platón emprendería una nueva misión, pero esta vez al puerto de Tampico, con la oficiosa intención de apoyar la invasión que comandaba el general brigadier Isidro Barradas, en un último intento español por reconquistar la joya de la Corona. «Mis huastecos no llevan armas como las suyas, pero a la hora de los putazos no se rajan. Estos son de caminando y miando; una vez que los torean no hay forma de pararlos. Me corto un güevo si no llego a tiempo y juntos tomamos a Tampico». La misiva acompañada de una veintena de groserías caló hondo en el sentimiento patrio del general Barradas, y confió tanto en la efusividad del mensaje que hasta el último momento lo tuvo por cierto.
Sin embargo, dos motivos no le permitieron a don Rafael cumplir su promesa; sus queridísimas peleas de gallos, que siendo su mundo aparte lo retuvieron más allá del honor, y el río Pánuco que se había desbordado debido al huracán. El mensajero entregó la misiva al general Barradas y regresó a la hacienda con un mensaje escueto, derrotista e irónico, que había sido escrito a las volandas en el cuartel de Pueblo Viejo, de Tampico, minutos antes de que firmara la rendición de armas por capitulación incondicional ante el general Antonio López de Santa Anna. «A buena fe, digo que quien abandona a sus amigos es un mal parido, tuviere o no tuviere valor. Bellacos como vuestra merced abundan por estas tierras, ya lo dijo el gran Homero, que para más honra de Dios estaba ciego: “No es lo mismo vérselas que tentárselas”. Haga de su real persona cuanto más a vos le plazca, o como amarga y ociosamente ustedes los mexicanos se expresan del mismo juicio: haga de su fundillo un papalote y échelo a volar».
Barradas jamás regresó a España. Echó las velas hacia La Habana, con rumbo final a Nueva Orleans, condenándose para siempre al olvido y al desprecio de sus compatriotas. Haber ignorado que en la guerra no hay enemigo pequeño le costó perder puesto y puerto. No fue el caso del general Santa Anna, a quien le bastó echar una ojeada a las marismas de Pueblo Viejo para reconocer que sus futuras condecoraciones de Héroe de Tampico y Salvador de la Patria dependían de un pequeñísimo animal.
Así fue. Los estragos de la malaria, el ciclón y un ataque nocturno en La Barra ordenado por Santa Anna frustraron los intentos de la reconquista española.
El séptimo día de lluvia don Rafael Platón tañó la campana de la capilla y la peonada llegó sin hacer ruido. Antes de entrar al patio de la casa grande hundieron los pies huesudos en los charcos, dejando visible, en esa purificación, el color granate de sus ronchas. Algunos adoptaron la clásica postura del bien cagar, los más cansados aplastaron las nalgas sobre las baldosas y otros, en su condición de hombres fuertes, reposaron sus huesos en los rincones más oscuros. Amanecía. Las pocas estrellas se veían ajadas, deslucidas como faros en la niebla.
—Siempre que llega una desgracia se pone a prueba nuestra fe. ¿Que tenemos el agua metida en las verijas? ¡Sí, y qué! Cuando estamos en los momentos más difíciles debemos dejar que sucedan las cosas; teniendo fe encontramos la salida, ya que Dios aprieta pero no ahorca.
Una mujer menudita revivió la luz de una veladora que iluminaba a la Virgen de la Pastora; el amo de la hacienda se quitó las botas, enjuagó las manos con aguardiente y del bracero cogió un gran tizón, caminó doce pasos hacia el oriente doblando el espinazo, a ritmo lento martilleó el leño y con las brasas desprendidas fue trazando un círculo.
—Felix qui potuit rerum cognoscere —dijo.
Un montón de nebulosas flotaron por encima del sombrero y estrellas pequeñísimas retozaron a la altura de sus brazos. Fiat lux. El viejo Chimino guiñó sus ojos varias veces, incrédulo movió la cabeza, interrogándose sobre la eficacia de esos recursos, recordando que eso lo había escuchado en rosarios y novenas.
—¡Enséñate, pendejo, para que aprendas a hacer las cosas!
Chimino movió la boca como si se acordara de algo. «La verdad última solo la tiene Dios», pensó y rió para sus adentros. Miró el nuevo sol hecho de brasas y se acercó a tomar un punto de ceniza. Cerró los ojos y la probó despacio, como si estuviera investigando un delito.
—Perdone el amo, pero pa calmar lagua no hay como sacrificar dos cristianos que traigan dos rimolinos en la cabeza. ¡Uh, endiquiaqui se sabe eso!
—¡Me chingo en la chingada! ¡Ya vas a comenzar con tus pendejadas!
La lluvia insistente continuaba picoteando las tejas de la casa grande. Don Rafael, con renovado vigor, extrajo de la funda de cuero crudo su guaparra que colgaba del tinglado y agarrándola con ambas manos dirigió la punta hacia el lucero del oriente.
—Yo te conjuro, tempestad de rayo o lo que sea, para que en nombre del gran dios viviente Adonay, Elosin, Teobac y Metatrón te disuelvas como la sal en el agua y te retires a los barrancos incultos, sin causar daño alguno…
Los tordos, amontonados en las ramas de un coposo, alzaron el vuelo. Don Rafael, descalzo y barbado era como un apóstol que, subyugado por el fuego del Espíritu Santo, exaltaba su obra, invirtiendo la guaparra, y en esa trama sutilísima el acero se convertía en cruz, en guardiana de todo mal.
—Yo te conjuro para que te disuelvas en el momento, por Adonay, Legarot, Vrat, Candión, Jodón, Arpagón.
La lluvia se apagó. Chimino no pestañeó ni movió un solo músculo. La única señal de que estaba vivo fue su boca, que no paraba de fruncirla. Alguien encendió unas velas. Don Rafael dejó caer la guaparra en el centro del sol y dijo:
—Got et margot et super margot, et consumatum est.
«Huey Tonantzin, desde el cielo una hermosa mañana»… Los cantos venían de remotísimos tiempos, de cuando el mundo no conocía la muerte ni la vida, solo el paraíso de la nada. «La Guadalupana, la Guadalupana». La tragedia vivida en El Capadero era un pájaro impaciente por volar hacia los arcones del olvido. «La Guadalupana bajó al Tepeyac». Pese a todo ese poder majestuoso, don Rafael no podría defenderse del mosquito del pantano, pues seis años después de aquella tormenta, moriría con las botas puestas, sudando fríos en la cama, temblando como pollito, revuelto entre negros vómitos y embadurnado en su propia mierda.
Una vez pasada la tormenta, don Rafael Platón mandó traer a uno de sus peones de confianza. Inmóvil, el hombre flaco secó el sudor de la frente con un trapo rojo y esperó su turno para entrar. Canelo, echado a sus pies, simulaba dormitar. «Que le pases», oyó el perro: no necesitó ver completamente al diablo, una simple ojeada a las botas de caimán lo hicieron correr como fuego en pasto seco.
—Antonio, por lo que el tiempo encoja, vas y agarras una bestia y te vas con la Gertrudis a Tempoal. Allá vayan a parir su cría… ¿Entendiste? ¡Te me quedas viendo como..! ¡Ah, espérate cabrón! ¡Cuando yo los mande a llamar, se me vienen en chinga para acá! ¡Ora búllele, que el trabajo no se acaba, y para pachorrudos conmigo basta!
Sorbió el café, abrió la boca con sublime dignidad y carraspeó con claridad y sonrisa alegre. Chimino, que anudaba su camisa por encima del ombligo, se estremeció al oír las amenazas del amo.
—¡Tú y tus endiabladas creencias! Por eso no le atinabas a lo del agua. ¡Ni hablar! No hay peor ciego que el que no quiere ver. ¡Sí, hombre, fíjate, quién lo dijera: la felicidad de la hacienda depende de la salida de su vieja! ¡Ah, qué bestia eres! No te digo, pues. Porque anda cargando mala yerba, ¿por qué más? Pue’que te de una pescozada. Fíjate, lo supe porque se me reveló en sueños, gracias a Dios, si no todavía andaríamos pendejeando. Lo que sigo sin entender es el caballo blanco rodeado de andrajosos. Bueno, ni hablar, ahorita por de pronto que se vayan, ya después veré como los amanso —dijo guiñando un ojo y simulando con el índice un tajo en el cuello.
La boca desdentada de Chimino se frunció como culo de gallina, se rascó la espalda con una rama de chichebe y, lleno de placer, asintió con la cabeza varias veces.
Octubre. Es domingo grande. El amanecer trae consigo el olor de todos los días, desde el pan de caja y chichimbre a revoltijos de bosta, café cerrero, aroma a paile, chirimoyos y bártulos de vaquería. En el cielo no queda ningún vestigio de tormenta. A las cuatro de la mañana las estrellas recién lavadas rebullen a lo lejos; todo parece normal, excepto que el rostro de la luna parece exudar leche.
Antonio Sánchez Contreras se levantó con un desasosiego insoportable. Había pasado la noche cavilando. La imprevista orden del patrón había trastocado su vida cotidiana. Allí mismo hubiera renunciado, pero lo estaba deteniendo su lealtad. Pateó rabioso la cotorina, enrolló el petate donde había dormido y salió de la choza descargando golpes con la reata en todas direcciones. «¿Salir de la hacienda? ¿Pero por qué? ¿Qué mosca le picó para que de buenas a primeras quisiera que nos váyamos? ¡Qué huevos de cabrón!». Las tinieblas, después de un largo sueño, ya iban de salida. Arqueó la lengua, carraspeó y un violento escupitajo enchapado en verde fue a impactarse sobre una hoja de mata de plátano. «¡Hasta ganas de cagar me dieron!», dijo y se metió al monte. Cuando más a gusto descargaba su incontinencia, unos ruidos montunos lo alertaron. Quiso escapar de la emboscada caminando como pato y enseguida lanzó una retahíla de insultos al Canelo, pero ni el bojolazo asestado en el hocico ni el engaño de más golpes lo inmutaron. «¡Pinche perro, sáquese!». El animal terminó de dos tasajeadas y se chupó los dientes amarillos de mierda. «¿Y ora, cómo me limpio?». Resignado, cuidando de no cortar chichicastle, cogió un manojo de hierbas y limpió su trasero. Sobre las ramas de un jobo la lechuza cantó. Oírla fue como escuchar los murmullos del ahogado, ese ser del inframundo que en las noches sin luna emerge del fondo de las aguas buscando atrapar incautos. Al llegar al corral, con los dientes jaló las puntas de su bigote y se puso hablar con el caballo. El animal de ojos furtivos, dientes verdes y cuerpo pedregoso, escarbó impaciente con un casco. Lavó la cabeza y crines de aquella deidad mesopotámica, incluso arrancó pedazos de coraza, pero renunció tras comprobar que al quitar una brotaba otra, como si el blindaje de barro estuviera vivo. Le sobó el lomo, le encimó la carona, colocó el fuste, le apretó los cinchos y le encajó el freno. Era el trajín cotidiano convertido en diálogo de amor, una secreta correspondencia en que jinete y bestia, antes de realizar un viaje, se confabulaban para hacerse uno.
—Ni modo, mijo, creo que aquí naiden nos quiere.
Primero inhiestas, pero el tono triste del jinete logró que las orejas del animal giraran fascinadas hacia la voz que parecía salir del corazón.
—Así que, como dijo la guacamaya al pájaro azul turquí: ¡Vámonos a la chingada, qué estamos haciendo aquí!
Y después de aquella íntima confesión y amparándose en las sombras, jaló las riendas y regresó por su mujer que, sentada en una piedra junto al jacal, pacientemente lo esperaba con el rebozo terciado en el pecho y un quimil en donde guardaba sus tiliches. Antonio la encaramó al caballo, colgó los morrales al fuste, se persignó devoto y lanzó una lluvia de chasquidos que, por su intensidad, parecían regañar más al mundo que señalar el inicio de un viaje donde no cabía el retorno. A poco andar, se perdió de vista el casco de la hacienda y la luz del nuevo día desfloró la selva con ardor pausado, como mujer que se quita su corpiño y entrega su candor por primera vez. No había nubes. Todo el cielo era azul, y los gritos escandalosos de las chachalacas y los cotorros lenguaricos alborotaron la floresta aserenada.
—¿Oyes? ¡Qué de pájaros!
—Es la hora del papán —murmuró Antonio.
Después de varias horas de marcha agitada, se detuvieron. Antonio jaló aire y trató de hablar, pero no pudo. Un sudor frío le llegó hasta el occipucio, su caballo resopló y reculó de nervios. No era para menos. Frente a ellos, una inconcebible cauda de agua achocolatada arrastraba empalizadas, cadáveres, pangas, carretas y chozas con todos sus haberes; y a cada latigazo de agua, el talud de tierra vega respondía cayéndose a pedazos. La suerte estaba echada: o El Capadero o Tempoal. No había términos medios.
—¡María purísima!
—Sin pecado concebida… Y no te bajes. Ya vistes que cuando toca, toca.
Antonio husmeó el río un largo rato buscando un vado inexistente, tensó los músculos y apretó los dientes, aquietó los ojos como hombre viejo, secó el sudor de su cuello con un enorme paliacate y se puso a hablar con sus fantasmas, rogándoles que escucharan los rezos de Gertrudis. La línea del horizonte se había llenado de nubes negras; sólo en los meses siguientes los vientos del norte alejarían cualquier otro viento huracanado.
El caballo retrocedió, piafó y se inclinó, agitando la cabeza. Se negaba a caminar, pues había intuido los pensamientos del jinete.
—Glorifica mi alma al Señor, porque ha puesto sus ojos en la bajeza de su esclava.
Antonio jaló repetidas veces la punta del bigote, miró en el cielo cuerpos oscuros moviéndose en círculos. «Prefiero vivir un infierno en tierra, que morir en este infierno de agua, y pior si los méndigos zopilotes aprovechando que estoy muerto picotean mi fundillo», pensó. Gertrudis jadeaba histérica, desencajada, y alzaba la vista al cielo convocando en sus ruegos a que María Refugio del Amor Santo, por medio de su poder bendito, aquietara las turbulentas aguas.
—Derribó del solio a los poderosos y ensalzó a los humildes…
—¡Tá cabrón! De haber sabido ni nazco.
—Colmó de bienes a los menesterosos hambrientos y a los ricos los despidió sin nada.
—Hay que estar ciego como para querer cruzar el río, pero para regresar a la hacienda de plano hay que estar loco.
Antonio entrecerró los ojos y se persignó tres veces: la primera en la frente, pidiendo a Dios lo librara de los malos pensamientos; la segunda en la boca, para ser limpio de toda maledicencia, y la tercera en los pechos, para guardarse de los malos propósitos que guarda el corazón. Enseguida, jaló aire a los pulmones y pegó un brinco sobre las ancas del caballo y lo aventó al agua.
—¡El Señor sea con nosotros! —gritó Gertrudis.
—¡Y con su espíritu! —gimió Antonio, y con una mano sujetó la rienda y con la otra la cabeza del fuste. La furia del río los fue remolcando hacia el fin del mundo, sin que ninguno de los santos y vírgenes pudieran proveer algún milagro. El caballo bufaba, sus ojos iban y venían casi saliéndose de sus cuencas, el terror se sacudía en su lengua estropajosa y blanca, mientras las olas rabiosas buscaban hundirlo. Pero las oportunas caricias de una mano femenina en las crines lo llenaron de paz y se dejó llevar por la corriente, sin querer saber nada de cadáveres ni palizadas ni de culebras que rondaban sus belfos.
Casi tocando tierra, Antonio brincó y golpeó grupas. El noble bruto, no bien se vio libre de las aguas, tomó uno de los tantos vericuetos y salió al llano. Gertrudis entró en crisis y del llanto pasó a las carcajadas. Su marido, zambullido por el lodo, era un desastre: no pudiendo salir, gritaba obscenidades en huasteco; finalmente, medio atarantado y resignado, no tuvo más remedio que salir a gatas. El gran útero materno tuvo un feliz alumbramiento.
Nadie miró atrás, ni siquiera para comprobar el tamaño de la hazaña. El noble animal subió la breve cuesta, pedorreando a tambor batiente, regando oscuras bostas por varios tramos del camino. Gertrudis no paraba de reír. Sujetó con ambas manos su promisorio vientre y sin pensarlo gritó con el último aliento que guardaba:
—¡Te juro que no soy yo! Aunque ganas no me faltan —dijo esto último para sí, y volvió a llorar.
El llano olía a jacube de monte, a textura de zapote y de anonas y a hierbajos de un aroma imposible de ignorar. Desde la copa de un chijol, el tono lacrimoso y monorrítmico del huiliquil, ave heraldo de correos o visitas, se derramó en el aire como una añoranza, como la soledad absoluta que en ocasiones invade y que nadie puede remediar.
—¿Oíste? ¡No te digo, ese ya nos anunció! —dijo Gertrudis, y como no recibió respuesta ya no quiso gastar saliva en volver a preguntar.
El rancho Terrero era un puñado de chozas hechas de palma real y de otate polvoriento y triste. Su maravilla en el contorno eran los guayabos y las matas de plátano agachadas con resignación cristiana. Sin obtener un minuto de victoria, la rama de pusgual y el sombrero no cesaban de golpear a los zancudos, ya que la luz del sol que caía a plomo los volvía invisibles, insolentes, socarrones.
—¡Buenaaas..! —gritó Antonio y los perros restiraron con pachorra sus pellejos—. ¡Cualli tonalli! —dijo después, con voz suave y cantarina—. Nomás pasábamos de prestito, pero ya nos vamos —dijo, y se quedó esperando el permiso de un espacio natural que les sirviera de descanso.
Conmovidos por la tremenda panza de Gertrudis, de a poco fueron saliendo niños ventrudos, cuatro o cinco hombres de rostros curtidos y mujeres ocultas tras el litúrgico rebozo.
—Tajka ‘nenek —dijo la más anciana, aunque todas parecían de la misma edad.
Antonio fue al brasero, y sobre el comal tendió un cerro de bocoles y otro de churras de piel ennegrecida. Nadie pudo explicarse el milagro: la comida había alcanzado para todos, incluso los perros tragaron deshechos. Así fue.
De pronto el llanto de un niño hizo saltar como resorte a una mujercita de trece años, quien fue donde su hijo, y después de aplastarle los zancudos en el rostro con la punta de los dedos, sacó la chichi y se la ofreció con la mirada absorta al niño de piernas de carrizo. El olor a caca enferma y la canción de cuna se extendieron juntos por el aire: «Señora Santana,/ ¿Por qué llora el niño?/ Por una manzana/ que se le ha perdido». «Olor y dolor», pensó Antonio y de inmediato las relacionó con la muerte. Buscando liberarse de ese ambiente de pérdida, con virtuosa satisfacción tomó el cuchillo y se puso a arrancar garrapatas que floreaban en las orejas de los perros; mientras reventaban las que tenían forma de cacahuate oyó el reclamo de su esposa:
—¡Qué shengo eres! ¿Cómo se te ocurre hacer eso?
—¿Por qué te pones tan chocosa? No es nada —le respondió.
La luz cambió de sitio a causa de un chipi chipi despacioso y risueño. Antonio dejó en paz las garrapatas y aburrido o por simple travesura golpeó dos palos, imitando el picoteo que el querreque hacía sobre el tronco podrido de un ojite.
—¿Qué crees vieja? Ora en vísperas de que nos pegara el agua, fui a buscar al patrón para decirle que no hubo ley en la merca de los veinte cuinos que hicimos allá en El Sabinito. Fíjate: nomás llegué, los puse en la romana y ya no eran los mismos, tú. Haz de cuenta que en el camino hubieran derretido la manteca. «Ahora es cuando, chicharrón con pelos, vas a dar sabor al caldo», dije y ái voy a contarle la marranada que nos habían hecho. ¿Y qué crees? ¡No me voy topando en la recibidera con unos catrines de ciudad! No, pues me quedé songuito en la oscurana, esperando; más de ratito que me asomo y ¡vieras visto la cantidá de barbas de chivo que estaban a la pura risotada!
«—Amigos: ciertamente, me da gusto escuchar las buenas nuevas que traen de la capital —dijo el patrón.
Y un señor chaparrito, pelón y de orejas como cabra, en un tono chingaquedito y como en calidad de jefe, empezó diciendo:
—Compatriotas, el programa de solidaridad que el presidente Bustamante….
Pero el patrón lo calló:
—Párele, párele, amigo; aquí el de los discursos soy yo —y a luego reviró—: tengo más confianza en este trompudo y no porque se haya echado al pico a unos escuelantes revoltosos, sino porque parece poblano pero es oaxaco.
Entonces el señor ese paró así su chuzo, como de culo de botella, y dijo a todos:
—Hemos sido tolerantes hasta excesos criticados, pero todo tiene su límite.
—¡Usted también! ¡Chíngome yo! ¿Que no saben hablar como la gente decente?
Y ya entonces otro señor, muy apenado, intervino:
—La verdad, don Rafael, es hemos andado de la seca a la meca sin haber obtenido respuesta buena.
—¿Que ustedes peregrinan?
—No, señor, ni Dios lo mande; para eso están los indios. Lo que ocurre, don Rafael, es que andamos procurando leva con el fin de apoyar al presidente Bustamante, porque desde que se echó al pico a Vicente Guerrero, la capital vive muy alebrestada.
—¡Me cago en la leche! ¡De veras son pendejos esos huachilangos. ¿Que no saben que el Negro era un peligro para México? Ese hombre era un patán, un maleante. Hasta para hablar tenía faltas de ortografía; ya déjense de andar en chingaderas, si lo que ustedes buscan son indios, pues indios les doy. En tres días, Dios mediante, les mando unos refalsados que nomás andan de pitoloco aquí en la hacienda. ¡Faltaba más!». Después, camino al jacal me vine pensando que esos señores no son como los músicos de Chicón, que todo se les va en templar y templar, pa luego salir a mear. No, si se les ve; de que son, son. Por eso ya, viéndolo bien, como que estuvo mejor que se haya dejado caer la agüita esta, ¿no crees, vieja?
Hubiera continuado su perorata Antonio, pero pudo más la necesidad de ir a mear. Los perros siguieron el chacualeo de sus botines y ahí, al pie de un orejón, inermes, con los ojos perdidos quién sabe dónde, en menos de un minuto pastorearon el silencio como si estuvieran en espera de la muerte.
Más tarde, llegó la despedida con un leve roce de las palmas de las manos. Pero con los perros fue distinto; perturbados de sus facultades, corrieron con todo el alma tras de Antonio, huyendo de ese lugar que nació muerto. Cuando los aldeanos comprendieron que la fuga de sus animales iba en serio, impusieron su autoridad a garrotazos.
—¿Pos qué licieron a los animalitos?
—Nada, nomás les di de comer.
Ya no lo escucharon porque el caballo, fastidiado del alboroto, trotó y trotó hasta perderse en la llanura.
Treinta años después, el cura de Tempoal Ranulfo Lara Argüelles, vestido con traje de campaña, llegó a la misma aldea con la ilusión de incorporar leva al movimiento. Con una mano sujetaba el libro santo, con la otra ligeramente la pistola. Escuchó la historia de una celestial pareja enviada a esa aldea por Dios, cuya presencia había sido como un milagro, la madre parecía esperar al Mesías y el hombre, de ojos negros, evocaba a Jesús. Un tic nervioso se le desató en las comisuras de la boca; el extraño mito lo estaba sacando de sus casillas. «¡Piojosos! ¿Cómo se les ocurre confundir a José y María? ¡Alabados sean sus nombres! Con unos indios que solo Dios sabe quiénes eran», piensa y vuelve a echarles un vistazo a los rostros famélicos y tristes. Uno de los suyos se le acercó y le dijo:
—No le dé la espalda a la prudencia, padrecito. Finalmente, usté decide si hay o no hay santo a quien honrar, pero si usté bendice la tierra de estos locos, ya tenemos carne pa pelear.
—¿Cómo puede caber tantísima estupidez en ese trueque teológico?
De momento se avergüenza e indigna y hasta finge indiferencia, pero piensa en los combates contra el ejército juarista y en las sabias palabras del arzobispo primado de México, Antonio Pelagio Labastida y Ochoa: «Ustedes, pastores de Dios, son desde ahora guerrilleros. Lucharán a muerte contra un gobierno liberal pervertido, cuya constitución dictada por Satán no respeta nuestros fueros eclesiásticos. A los atrevidos que retan la ira del Señor los mando al averno».
No era la primera vez que escuchaba a indios exaltados que juraban por sus madres haber vivido experiencias místicas: «¡Viera visto, padrecito!, hacía lo mesmo que Cristo crucificado: ¡nomás la pura sacadera de tortillas y pescado del morral!». «¡Caterva de inútiles —pensó—, son unos niños que por todo lloran, pero como bien decía mi santo maestro allá en el seminario, cuando hablaba sobre los finos detalles con que se tejen los sentimientos populares: “Recuerda Ranulfo, toda puta y ladrón tienen santo de su devoción. Si manejas sabiamente este hilo tendrás a casi todo México en tus manos; una vez encontrada esta verdad, todo se da por añadidura”».
Los indios acuclillados esperaban curiosos y tímidos la santa decisión. Ranulfo, en un gesto inesperado, no pudo retener sus lágrimas, abrió el misal en cualquier página y dijo con voz de ángel:
—Los misterios del Señor son inescrutables y los designios del Altísimo inconfundibles. Dichosos sus valientes corazones que, sin pecar de falsa modestia, han sido testigos de la segunda venida de José y María. Daré cuenta de ello a su Ilustrísima y cuenten con su apoyo. Por lo pronto, prepárense, mañana saldremos a combatir al Anticristo metido en las carnes de ese indio morrongo que quién diablos sabe por qué se hace llamar presidente. La paz sea con ustedes.
—Y con su espíritu —le respondieron a coro las sombras.